Francisco Letelier, Patricia Boyco y Víctor Fernández | El Mostrador | 29 marzo, 2020
La pandemia del virus COD-19 plantea preguntas que van más allá de lo meramente sanitario: ¿qué desafío le propone esta amenaza a nuestra forma de hacer sociedad?
El año 2000, bajo la dirección de Norbert Lechner[1], el PNUD publicó el informe “Más sociedad para gobernar el futuro”. Su planteamiento central era que para equilibrar las fuerzas del mercado y construir un Estado realmente democrático, Chile debía ser capaz de fortalecer su vida colectiva. No se trataba solo de crecer más, de producir más o de modernizar la acción pública. El desafío era construir más sociedad, más confianza, más sentido de lo común. Únicamente de esa manera —nos decía— podrían tener cabida las aspiraciones de chilenas y chilenos por construir una vida mejor para sí mismos y los demás.
¿Qué pasó durante estos veinte años? Básicamente dos cosas.
Primero, sostenidas en la Constitución del 80, las políticas neoliberales agudizaron numerosos efectos negativos que el capitalismo ya estaba produciendo en la vida social: desigualdad, exclusión y debilitamiento de la ciudadanía; precarización de la vida cotidiana; fragmentación social; debilitamiento del vínculo, de las solidaridades y de la confianza social; debilitamiento de la esfera pública y una tendencia creciente a la realización personal a través del hedonismo e hiperconsumo.
Segundo, las políticas públicas vinculadas de alguna manera con el fortalecimiento de procesos colectivos, la construcción de capital social, la generación de confianza y el fortalecimiento de la vida comunitaria, han mantenido una importancia muy marginal. De hecho, muchas de ellas provocaron efectos negativos, en tanto promovieron la competencia entre las organizaciones a través de la lógica de los fondos concursables o de la focalización de la acción estatal en territorios muy acotados y en deterioro. Chile no cuenta con políticas universales de fortalecimiento de la sociedad civil o las comunidades locales.
La interacción entre la fuerza de disolución de lo social que tiene el capitalismo neoliberal y la inacción del Estado en el ámbito de la promoción de lo común, dieron origen a un tipo de vida social con una profunda retracción hacia lo privado, una desconfianza generalizada en “el otro” y una exacerbación de la competencia como valor central, según la cual cada uno se salva como puede.
El futuro que Lechner aspiraba pudiéramos gobernar de manera colectiva, pareciera que se ha transformado en millones de biografías individuales, cada una buscando resolver las contradicciones sistémicas en soledad.
Pero estas biografías colapsaron el 18 de octubre y el malestar tanto tiempo contenido en ellas se desbordó. Tantas veces vimos a los que están “arriba” abusando sistemáticamente de su posición de poder para coludirse, robar, evadir impuestos, coimear, conseguir impunidad y/o enriquecerse a costa del resto de la sociedad, que la desigualdad, en vez de “normalizarse”, por sus excesos dejó de mirarse como el orden natural y comenzó a entenderse como injusticia. Y de allí surgió con fuerza la demanda por dignidad. En otras palabras, se ha caído en la cuenta de que la precariedad de unos está vinculada al privilegio de otros.
El sentimiento de injusticia ha tenido el poder de canalizar y dar sentido al malestar y al sufrimiento cotidiano que la mayoría de chilenas y chilenos vienen experimentando desde hace décadas: las dificultades para llegar a fin de mes, las extensas y extenuantes jornadas laborales, los prolongados viajes de la casa al trabajo, la dificultad para ser atendido en el sistema de salud, la precariedad del barrio, las alzas de precio de los servicios básicos, la carestía de los medicamentos, el estrés, la depresión, entre muchos otros.
Y estábamos en esto cuando llegó el coronavirus.
Creemos que las dificultades a las que nos hemos enfrentados para asumir colectivamente esta pandemia plantean preguntas de fondo sobre el tipo de sociedad que necesitamos construir hoy.
¿Cuán colectivas son nuestras demandas? ¿Qué papel tienen la reciprocidad, la confianza social y la solidaridad dentro de la demanda por un Estado que reconozca y resguarde derechos y que restablezca el equilibrio de poder entre los distintos actores de la sociedad? ¿Qué estamos dispuestos a poner en la mesa cada uno de nosotros y de nosotras para la construcción de una sociedad más justa?
El problema de la sociedad chilena, como de otras, no es solo un Estado y una Constitución cooptados por la ideología neoliberal y los grupos que la representan. También se trata de una cultura que tiene dificultad para conectar el bienestar personal con el bien común colectivo.
Estamos con veinte años de retraso para a escuchar a Norbert Lechner, pero aún vale la pena el esfuerzo. La crisis actual no se soluciona únicamente mediante un acuerdo político “por arriba” o un conjunto de nuevas leyes. La crisis solo se comienza a resolver en la medida en que recuperemos nuestro sentido de sociedad, de compartir, de sentirnos parte de un proyecto en común. Y eso no tiene lugar por decreto; se construye día a día cuando empezamos a actuar en conjunto, participando en procesos cotidianos de transformación social.
[1] Destacado investigador, politólogo y abogado alemán nacionalizado chileno. Fue director de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales desde 1988 a 1994 e investigador del equipo de Desarrollo Humano Chile del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.
Francisco Letelier Troncoso, Sociología – Universidad Católica del Maule
Patricia Boyco Chioino, SUR Corporación de Estudios Sociales y Educación
Víctor Fernández González, Universidad de las Américas