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Desde 1990, a raíz de la fundación de la Comisión Especial de Pueblos Indígenas (CEPI) el Estado chileno se propuso crear una política indigenista supuestamente destinada a promover el etnodesarrollo y restaurar la memoria étnica de nuestro país. El período que allí se inicia reabre la discusión de la Ley Indígena, en el espíritu de apreciar la diversidad cultural de la sociedad chilena y legislar sobre la base de un concepto más inclusivo. Esta concepción, que supera lo puramente territorial, es la de Pueblos Indígenas, más amplia y flexible en su comprensión de lo étnico cómo experiencia de cultura verdadera y no Cómo mera presencia atávica.
Aunque se niegue, lo indígena penetró la sociedad total y está en todas partes, la relación entre etnicidad y territorio se ha hecho por lo tanto más ambigua, menos directa a la observación- Lo indígena pierde su hermetismo y suprime su estereotipo; reaparece de diversa forma en distintos escenarios.
Una vez promulgada la nueva Ley Indígena en 1994, el Estado constituía la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (CONADI), con el fin de crear experiencias de auto y cogestión en los ámbitos de educación intercultural bilingüe, patrimonio territorial y diversidad de programas de etnodesarrollo.
Lograr concurrencia y contribución directa de los destinatarios en el diseño y ejecución de los proyectos formulados para enmendar la calidad de su vida, constituye una de las limitaciones más críticas de toda política indigenista. Más aún, en el contexto de un sistema que le usurpa al sujeto el control de sus propias decisiones, estas loables iniciativas se convierten finalmente en mecanismos perversos de autocomplacencia de una sociedad impostada.
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